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La defensa del trabajador necesita, para no quedar comprometida,
de la independencia sindical
.

27/11/2018 Alfredo Aranda Platero
Vicepresidente del Sindicato PIDE

Que
el descafeinado sindicalismo actual de los sindicatos tradicionales
dista mucho de sus orígenes es algo tan evidente que
no requiere esfuerzo alguno en demostrarlo; podríamos
considerarlo un axioma. Primero habría que aceptar esta
realidad, para poder después cambiarla.

Los sindicatos
autoproclamados de clase han pasado del sindicalismo revolucionario
al institucionalizado, aceptando subvenciones millonarias, y
otros privilegios, a cambio de “paz social”. Se
han convertido, podríamos decir, en un cinturón
de protección para la administración. Estar a
cargo de los Presupuestos Generales del Estado constituye un
contrasentido en sí mismo, porque la obligación
de un sindicato es enfrentarse el Estado, al gobierno de turno,
en la defensa de los trabajadores. Que eso pasara con la OSE,
el sindicato vertical de Franco, es comprensible; pero en una
sociedad democrática da pavor que el modelo vertical
se repita.

Las
subvenciones, concedidas tanto por el Gobierno central como
autonómico, son de todo tipo y no están sujetas
a la fiscalización de la Intervención General
del Estado, dado que los sindicatos no están obligados
a publicar sus cuentas. Esta falta de transparencia pactada
hace albergar muchas dudas sobre el destino final de dichas
subvenciones.

En 1981,
el gobierno de turno, la asociación de empresarios y
varios sindicatos suscribieron el Acuerdo Nacional de Empleo,
donde se institucionalizaron, en los Presupuestos Generales
del Estado, las subvenciones sindicales. Por aquel entonces
también se llegó a un Acuerdo de Patrimonio Sindical,
que quedaría ampliado con la Ley de Patrimonio Sindical
Acumulado de 1986 y el Decreto-Ley de 2005 por el que se modificaba
la anterior Ley. Dichas leyes otorgaban a los sindicatos de
clase el uso de 1.168 inmuebles que pertenecieron a la organización
sindical vertical (el sindicato de Franco). 1981 quedará
marcado para siempre como una fecha aciaga: el sindicalismo
puro murió en España y fue sustituido por macroestructuras
sostenidas por el Estado.

Cientos
de inmuebles regalados y cientos de millones en subvenciones
acercan a los sindicatos al poder y los alejan de la razón.
La lucha de clases pasa a ser una entelequia y los sindicatos
favoritos del Estado se convierten en estructuras institucionalizadas.

Más dinero

En 1992, sindicatos tradicionales y la CEOE se incorporan al
primer Acuerdo Nacional de Formación Continua en las
Empresas (ANFC), donde se moverán grandes cantidades
de dinero y que tendrá continuidad en años posteriores.

Para recoger
la espléndida financiación, llegada desde el Gobierno
de España y de Europa, crean la FORCEM (fundación
para la Formación Continua en la Empresa) que, ¡oh,
sorpresa!, está integrada y gestionada por ciertos sindicatos,
los de siempre, y que solo durante el primer Acuerdo (1992-1995)
recibió 231.295 millones de “pelas”. Sin
embargo, esta fundación fue fiscalizada por el Tribunal
de Cuentas que detectó un sinfín de anomalías:
número falso de alumnos, cobro de enseñanzas gratuitas,
ausencia de cursos declarados, etc. Pero no queda ahí
la cosa, el Tribunal de Cuentas siguió encontrando anomalías
en años posteriores.

Sin embargo,
nada ocurrió tras descubrirse las anomalías. La
FORCEM pasó a llamarse Fundación Tripartita para
la Formación en el Empleo y, más tarde, Fundación
Estatal para la Formación en el Empleo (Fundae), que
sigue recibiendo millones a espuertas. No deja de ser esclarecedor
este ir cambiando de nombre cada cierto tiempo.

La legislación
actual asegura, por una parte, que los sindicatos cercanos al
Estado dispongan de importantes sumas de dinero y, por otra,
el monopolio del sindicalismo institucionalizado. El poder se
asegura con ello la paz social a cambio grandes subvenciones.
Los sindicatos, por su parte, teatralizan un teórico
enfrentamiento con el poder con una huelga general de un día
por año y algunas concentraciones por la tarde fuera
del horario laboral, trufadas de grandilocuentes intervenciones
de sus líderes. Después guardan las pancartas
y asunto terminado.

Los
sindicatos deberían ser libres, no estar atados al Estado,
para luchar sin ambages por los derechos de los ciudadanos.
Deben renunciar a las subvenciones millonarias que les da el
gobierno y mantenerse con recursos propios (como hacen los sindicatos
alemanes, por ejemplo). La defensa del trabajador necesita necesariamente,
para no quedar comprometida, de la independencia sindical
.