El
hombre creó a Dios, pero siempre nos han dicho lo contrario.
Desde la más tierna infancia, cuando se forma el modo pensar
y el cerebro absorbe con avidez aprendizajes y comportamientos,
el adoctrinamiento religioso, con apoyo del aparato del Estado,
empieza a funcionar como una maquinaria bien engrasada. Lo que
viene después ya lo sabemos.
Que
la fe sea una asignatura, y, por añadidura, puntuable
es tan anacrónico que nos retrotrae a los tiempos del
nacionalcatolicismo. Decía Jean Jacques Rousseau que
la fe era una cuestión de geografía. Y es cierto.
¿Cuándo nos daremos cuenta de que ser católico,
protestante o hinduista depende, fundamentalmente, del lugar
de nacimiento o de la familia en que te críes? La fe,
que en realidad, es la credulidad ciega sin preguntas no debería
formar parte del horario lectivo, por la simple razón
de que es una cuestión que tiene que ver con las creencias
y los dogmas y, por tanto, circunscrito únicamente al
ámbito personal.
Desde
el principio de los tiempos el ser humano ha buscado explicación
a todo lo que no conocía. La lluvia, el sol o la luna
eran considerados elementos divinos y adorados como si fueran
dioses. A medida que la ciencia fue evolucionando y desentrañó
estos misterios el hombre cambió de dioses, se buscó
otros más elaborados, más complejos, para que
fueran inmunes a la ciencia. Y pese a que la ciencia ya ha dado
respuesta a casi todos los misterios de la creación,
aún persiste el atávico legado de nuestros ancestros
otorgando explicación divina al origen del mundo.
La
religión, como asignatura, es una materia adoctrinante
y, por tanto, no debería estar en las aulas en un País
que, como España, es aconfesional. La libertad de credo,
que defiendo firmemente, choca directamente con la laicidad
del Estado en asuntos como el educativo. Cualquier religión
debería estar circunscrita al ámbito de su Iglesia
y de sus centros parroquiales, y que cada familia en la privacidad
de su hogar y en los templos que correspondan pudieran ejercer
la libertad de credo con todas las garantías. Pero sin
invadir espacios que no son suyos.
Además,
la autoridad religiosa es la que determina el currículo
de esta materia, quedando al margen la autoridad educativa;
de hecho ni la inspección puede inspeccionar la labor
del laboral de religión. La elección de los profesores
de Religión tampoco está controlada, dado que
en su selección están ausentes los principios
democráticos de igualdad, mérito y capacidad que
debe regir cualquier selección de personal pagado con
dinero público.
Para
ser profesor de Religión se necesita, además de
la titulación para ejercer como docente, la Declaración
Eclesiástica de Idoneidad concedida por la Diócesis
correspondiente. Pero nada de esto tendría valor si no
cuentas con la recomendación del obispo de la Diócesis.
Por tanto podemos decir que se accede por contactos e influencias,
lo que parece no avergonzar a nadie: ni al obispo que señala
al candidato, ni a la Administración que paga con dinero
público su sueldo.
La
coherencia más básica nos dice que en un Estado
laico la Religión no debería formar parte de las
materias ofertadas en los centros educativos sostenidos con
fondos públicos. Ningún gobierno ha hecho ni lo
más mínimo por dar término al Concordato
con la Santa Sede (que sería lo racional y deseable),
pero al menos se debería plantear su revisión
para estudiar la posibilidad de sacar la Religión del
horario lectivo, y ubicarla en una séptima hora o por
la tarde como actividad formativa complementaria. Consiguiendo
con ello dejar el horario lectivo para las asignaturas científicas
y, además, mantener la plantilla de profesores de religión
e, incluso, quién sabe si aumentarla. No será
fácil.
eldiario.es