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«Docta
ignorantia»


18/03/2011 Alfredo Aranda Platero

Con qué facilidad la mente humana se envilece. Cómo
la ignorancia adquiere su mayor osadía, a medida que alcanza
mayor permeabilidad con entornos sociales asidos, por ejemplo,
a posicionamientos religiosos intransigentes y atávicos
o a nacionalismos severos y excluyentes. Lo que somos, imbuidos
por las costumbres y las tradiciones de donde nacemos –todo
aquello que forma parte de nuestro bagaje moral condicionado por
la sociedad en la que crecemos–, nos forma o nos deforma;
somos lo que somos, pero bien pudimos ser otra cosa distinta.
Los ultranacionalistas, aquellos que defienden su posicionamiento
moral y político de forma agresiva, lo hacen aferrados
a una ideología adquirida, como cualquier doctrina. El
mayor de los ultranacionalistas nada hubiera querido saber de
nacionalismos si hubiera nacido en una familia con otros valores
o prodigado en grupos de referencia moderados o, simplemente,
si se hubiese criado en una familia extremeña, por ejemplo.
Yo soy hasta la muerte español; o francés, si me
hubiese criado en Francia; o italiano, si hubiese crecido en Italia…,
o de cualquier parte del mundo, si mi vida se hubiera desarrollado
en cualquier otra parte del mundo. Esta reflexión simple
convierte a los nacionalismos recalcitrantes –no a los otros–,
desde el punto de vista del que escribe, en una realidad vacía
de contenido. Todos tenemos un sentimiento de afecto por nuestra
tierra: amamos el entorno donde nos criamos, nos adaptamos a su
temperatura, a su clima, a su olor, a su color…, entendemos
su idiosincrasia y ansiamos volver cuando estamos fuera. Pero
este sentimiento no debe llevarnos a caer en una especie de nacionalismo
radical y etnocentrista, excluyente y violento, pues estaríamos
enfermando el sentimiento legítimo de pertenencia a una
determinada comunidad.

Es comprensible que un hombre –o una mujer– luche
por su bienestar y el de su familia; esa lucha es universal y
digna. Pero no la lucha violenta, la agresión, la muerte
incluso, por cuestiones cuya importancia dimanan de la más
absoluta relatividad y nimiedad, como pudiera ser, por ejemplo,
que el hincha acérrimo del un club de fútbol determinado
odie y agreda a un aficionado de un club rival. Es un sentimiento
construido sin ningún cimiento y mantenido vivo en la mente
y transmitido a generaciones jóvenes por vías diversas,
que toman el camino del odio, como bien hubieran podido tomar
otro distinto. El fanatismo del fútbol, salvando las distancias,
puede ser un sentimiento gemelo al de los ultranacionalismos.
Cuán fácil sería vivir, simplemente –nada
más y nada menos – en una sociedad democrática
y justa (en la medida de lo posible, porque la perfección
–admitámoslo– es una quimera) y desarrollarse
intelectual y moralmente de forma libre, sin los diques a los
que nos somete la religión instrumentalizada, los nacionalismos
extremos, las costumbres (las dañinas, se entiende) que
no aportan riqueza alguna.

Los nacionalismos palingenésicos: los fanatizados, y aquellos
otros que están en vías de radicalizarse: los supuestamente
moderados, utilizan, además de la violencia como los primeros,
y la presión sociopolítica como los segundos, un
arma poderosa con visión de futuro: la educación.
Dar preeminencia a la lengua propia sobre la común (tanto
en la escuela como en la calle) amén de otros adoctrinamientos
cada vez más insertados en la idiosincrasia docente y popular,
puede provocar, en el futuro, un sentimiento generalizado de rechazo
a todo lo que no sea la propia patria chica.

Los políticos nacionalistas manipulan (o lo intentan con
pertinaz insistencia) la conciencia de la ciudadanía, aunque
les lleve décadas hacerlo: hoy, el discurso político
del nacionalismo excluyente apenas tiene reflejo en la calle,
sin embargo la insistencia política, el adoctrinamiento
social desde la escuela, desde los medios de comunicación…
tendrá, en un futuro próximo, el resultado buscado:
que el clamor nacionalista esté en cada casa, en cada calle,
en cada plaza.

Es claro que la ciudadanía es, para los mandamases, mera
mercancía productiva, como ocurría en los regímenes
señoriales y feudales de la Edad Media con sus vasallos
y señores, o el fuerte caciquismo del siglo XVIII bajo
el reinado de Isabel II o, más cercano a nuestro tiempo,
los caciques de posguerra que, aunque en declive, exprimían
hasta el tuétano a sus tributarios y, de paso, les anulaban
la voluntad con el miedo. Ahora, los señores feudales –los
políticos dirigentes (no todos)– se prodigan con
mayor elegancia, pero con el mismo fin de siempre.

No
es fácil ser libre para decir lo que pensamos, pero aún
es más difícil serlo para escuchar cuando nos hablan.
Es, precisamente, ser libre para escuchar y pensar lo único
que puede rescatarnos del ostracismo. Dixi.

Periódico
Extremadura