Lealtades
ideológicas
Saciar la exaltación ideológica, a través
de las redes sociales, hasta llegar a una falsa plenitud pone
de relieve la facilidad con que el individuo sucumbe a la seducción
de la lealtad debida que está fuertemente imbricada,
desde la cuna, en el ecosistema familiar.
Las lealtades ideológicas son, en su mayoría,
lealtades familiares; ocurre igual que en el deporte: la mayor
parte de las veces si el padre es seguidor de un determinado
equipo de fútbol, el hijo lo será, probablemente,
también. Esta realidad es extrapolable a todos los órdenes
de la vida: así un independentista acérrimo le
hubiera importado poco la independencia si se hubiera criado,
por ejemplo, es una familia extremeña alejada de las
influencias de los postulados separatistas; o si un católico
convencido hubiese sido adoptado de pequeño por una familia
musulmana, sería el islam su religión de ahora,
o viceversa. Todo es relativo, todo es engañoso, todo
es mentira.
Vivimos en una sociedad falaz asentada en “verdades ideológicas”
implantadas desde la infancia; no es esta, claro, una realidad
absoluta porque excepciones hay muchas: las llamadas “ovejas
negras”; es decir, hijos de izquierdas en familias de
derechas, hijos de derechas en familia de izquierdas, ateos
en familias religiosas, etc. Aunque no son pocas las excepciones,
vendrían a confirmar la regla.
No es este un artículo científico sino producto
de la reflexión y de la observación, tendrá
que ser el lector el que evalúe su propia realidad ideológica
y le otorgue mayor o menor veracidad.
Con el paso de los años se me ha ido desvaneciendo lentamente
el entusiasmo ideológico, que no mis ideas; a las que
no renuncio por mucho que las pisoteen determinados políticos
que teóricamente deberían defenderlas, y que se
convierten en herejes ideológicos paniaguados despojados
de toda legitimidad.
Todos los emisarios o mensajeros que salen del letargo, por
oleadas, y se cuelan en tu casa a través de la hendidura
abierta de las redes, para intentar –o eso piensan–
que odies a quien ellos odian a través de montajes y
falsedades, sólo están repitiendo un esquema que
viene irradiado, en la mayoría de las ocasiones, de la
propia genealogía familiar.
La prensa no escapa al influjo de las lealtades ideológicas
que entierran su código deontológico hasta quedarlo
cautivo bajo una ciénaga de amarillismo informativo.
Buena prueba de ello la tenemos en determinados medios informativos
que convierten su periodismo adulterado en una trinchera desde
la que disparar al enemigo ideológico con noticias inventas,
con medias verdades, con pruebas falsas y con una pertinaz insistencia
en su periodismo político.
Con solo un titular de prensa, de temática política,
podemos estimar, con un extraordinario porcentaje de acierto,
la ideología del medio que lo publica. Esta triste realidad
lastra uno de los pilares en los que se asienta la democracia:
la libertad de información y prensa. Libertad no significa
mentir, la mentira que viene de los medios de comunicación
es la más dañina para la democracia, porque la
desinformación manipula la conciencia de la gente, enardece
sus primitivas pasiones, enaltecen el fervor ideológico
que subyace en el pensamiento de la personas, ensalzan apasionadamente
valores enraizados en las ideologías que comparten emisor
y receptor y, en definitiva, radicalizan al individuo.
Las lealtades ideológicas llevan a muchos ciudadanos
al fanatismo, a considerar a sus admirados líderes políticos
como enviados divinos; tal es así que, por ejemplo, tras
las declaraciones del presidente de EEUU, Donald Trump, de que
tomar desinfectante podría ser bueno para matar el coronavirus
más de 100 personas fueron hospitalizadas por intoxicación
por ingerir lejía o detergente.
Fe ciega en el mesías Trump, que con su gesto «musolínico»,
dirige, pletórico de vanidad, el país más
poderoso del mundo. Da más miedo Trump que la pandemia.
Habría sido un síntoma de madurez democrática
si el enfrentamiento político hubiera parado durante
la crisis de la pandemia y todos los partidos políticos
hubiesen, sin reproches, aunado esfuerzos para enfrentarse al
enemigo común de la COVID-19; pero no, no ha sido así,
se ha aprovechado el horror de la muerte y el drama que la acompaña
para hacer política. Era el momento de enjaular ese odio
atávico de las ideologías enfrentadas, de desprenderse
de esa necesidad de odiar de la que algunos hacen gala. Ya lo
dijo hace algún tiempo el escritor Juan José Millás
refiriéndose a la actitud de muchos políticos
y medios de comunicación: «Donde hay muertos, hay
buitres».
Alfredo
Aranda Platero
Maestro